miércoles, 28 de mayo de 2014

Rosario

   Coincidí con Rosario en la fuente del antiguo lavadero de la aldea una tarde de principios de noviembre. La noche ya se había apropiado de la tarde, cuando la incredulidad te lleva a mirar el reloj para confirmar que solamente son las seis y media.
  —La vida en la aldea  en el invierno es triste— me dijo, con una mirada que reforzaba el convencimiento de sus palabras.
  —Comienza la temporada de suicidios en los pajares—le contesté, con mi habitual ironía.
   —Ay, sí— me dijo, con una sonrisa que trataba de sujetar, mordiéndose el labio inferior. —El año pasado se mató un vecino nuestro guardia civil con la pistola. Dicen que la estaba limpiando pero…  
      Mantuvimos una corta conversación intrascendental mientras llenábamos las botellas y al terminar enfilamos la cuesta desde la fuente hasta nuestras respectivas casas bajo las descoloridas y desgarradas banderolas de las fiestas del verano, ya tan lejano.
   —Pásate por casa y tomamos un té, anda—le sugerí con sinceridad.
   —No te creas que no me apetece pero ya ves, ahora tengo que preparar la cena de las viejas, que ya sabes que no pueden hacer nada solas  y  poner la lavadora con la ropa de mi hijo que se volvió a enfadar con la mujer y a ver cómo está mi marido, que esta noche la pasó regular—
   —¿Y cómo está tu marido?—elegí preguntarle para no parecer un cotilla si le preguntaba por su hijo y desechando el asunto de las viejas, así llamaba Rosario a su madre y su tía, que eran prácticamente dos vegetales.
   —Pff, no levanta cabeza—, me dijo con gesto triste. –esto va muy lento, ya hace más de un año desde el trasplante de corazón y la cosa aún no funciona como decían los médicos— dijo con gesto de amargura.
   —Dale saludos, y cuídate, que empieza a hacer frío.—

       La vi alejarse  con su habitual caminar erguido y juvenil que tanto contrastaba con las tristezas del otoño, llevándose las garrafas de agua como si estuvieran vacías, pues el peso que Rosario soportaba estoicamente, era una tonelada de  problemas en su entorno más inmediato que caía directamente sobre su espalda. Jamás he conocido a nadie que mereciera tanto unas vacaciones.

       La verdad es que  Rosario siempre tenía una sonrisa, una palabra de ánimo para quien se cruzara con ella. Cada año, en verano, cuando las fiestas, una rondalla recorre las calles de la aldea y  se detienen ante su casa para interpretar un par de temas populares que ella saluda siempre con alegría y gratitud.

    A veces la imagino en sus escasos momentos de soledad pensando, recordando lo diferente que es su vida desde aquéllos tiempos en que de moza trabajaba desplumando pollos para la cooperativa. Rosario volvía a casa con las manos destrozadas, un poco de dinero en el bolsillo y unas escasas expectativas de mejorar en la vida mientras la rutina toma las riendas y decide por uno.

     Rosario con  su flamante marido entonces, tomó el camino de la emigración como tantos en aquélla época y los siguientes quince años los pasó trabajando de sol a sol con dos trabajos en Suiza. 

    Volvió con dinero, un hijo a punto de entrar en la adolescencia y una maleta cargada de ilusiones que apuntaban directamente a una casa nueva en la aldea con un jardín lleno de flores, un huerto, y un corral con gallinas. Todo se cumplió en lo material pero poco a poco el sueño se iba escurriendo como el agua en un cesto. Las viejas necesitaban cada vez más atención de Rosario. El débil corazón de su marido amenazaba con pararse, el hijo daba tumbos de trabajo en trabajo… Muchas renuncias, demasiadas, adiós al huerto del que ya no se podía ocupar, el teléfono de urgencias sanitarias grabado a fuego en su cerebro, cuanta paciencia, cuanta dedicación a los otros, demasiado peso concentrado en un mismo pilar un año y otro año y las viejas cada vez más viejas, y el corazón de su marido cada vez más débil.

    Cuántas veces la ambulancia a la puerta de su casa nos hacía temer los desenlaces lógicos, el tocar tierra definitivamente cuando la naturaleza rompe el fino y cada vez más desgastado hilo que nos une a la vida y expone a los seres a una inevitable caída libre, la muerte rondando cada vez con más asiduidad pero nunca la suficiente como para acostumbrarnos a su presencia. Falsas alarmas… casi siempre.

    Una mañana de primavera, como siempre, me despertó el trino de los pájaros en el jardín. Abrí la ventana y  como tantas veces, había una ambulancia frente a la casa de Rosario. Esta vez, los sanitarios entraban y salían casi en silencio, caminando con lentitud. Oí a uno de ellos hablar por teléfono explicando a alguien que no había nada qué hacer, que el corazón no había aguantado.

   –Aquí ya sólo falta que vengan los de la funeraria—dijo.

     Acudieron al entierro cientos de personas provenientes de aldeas aledañas, mi mujer y yo seguimos a la comitiva hasta el cementerio,  y cuando todo acabó,  dejamos un ramito sobre la lapida, aún sin inscripción, sin duda una losa mucho  menos pesada que la pobre Rosario soportó en vida.



   23 de febrero 2011

2 comentarios:

  1. Teresa de J. Rodríguez2 de junio de 2014, 11:51

    De los aquí publicados, este relato no lo conocía. Una situación que se da en la vida real con más frecuencia de la que pensamos... Y que de nuevo consigues plasmar así de cortito así de intenso. Un relato con cadencia, sutilmente rota por el cambio de estación y la efímera creencia de que Rosario seguiría aquí. Muy bien resuelto.
    Y al hilo del comentario de Blanca en "Amores perros", diría que la protagonista tiene un nombre acertado, Rosario de desgracias.
    Gracias por este blog.

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  2. A veces la realidad nos estalla en la cara, el hilo que nos une a la vida es tan fino como invisible. Rosario cometió el error de olvidarse de sí misma por dedicarse a los demás. Cargó sobre sí un peso excesivo que acabó por romper ese hilo.
    Gracias a tí por tu hermoso comentario y espero que no sea el último. :-)

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