martes, 27 de mayo de 2014

El farmacéutico impostado o la vida resuelta

   Desde pequeño, Alfredo tenía escrito su destino. Hijo único de un farmacéutico con farmacia, que a su vez era hijo de otro farmacéutico con farmacia. En este país quien tiene una botica tiene un tesoro, pues todo el mundo sabe que en general poseer un establecimiento de estos es tener dinero y prestigio social para siempre y por varias generaciones.
    La farmacia  de Alfredo padre, estaba en una céntrica esquina de la ciudad. No era una de esas farmacias con solera. En sus estantes no se exhibían tarros de porcelana rotulados con el nombre de las especialidades, no había cristaleras de colores con dibujos plomeados de la serpiente abrazando el cáliz que resultan tan hermosas y decimonónicas. Tampoco era una de esas farmacias modernas de puertas automáticas, pantallas planas con mensajes publicitarios y brillos de acero inoxidable en mostradores y estantes repletos de coloridos productos cosméticos y un letrero luminoso a base de leds que dan la temperatura cada diez segundos.
    La de Alfredo era una farmacia gris, literalmente gris. En su puerta de hierro pintada de gris había un letrero con el nombre del licenciado y nada más. Ni siquiera un letrero luminoso, tan útil para quienes buscan en la urgencia de la noche  alivio a su dolor. Era esta una farmacia de estética franquista. La última reforma debió hacerse a principios de los años sesenta. Un par de sillas de escay rojo desgastado, una báscula romana, unos tubos fluorescentes que iluminaban con mortecina luz las pocas existencias que estaban a la vista. Casi parecía una farmacia de posguerra. Era frecuente que los clientes con receta esperasen un rato hasta que un mozo le trajera de la calle los medicamentos, por eso tenían las sillas, por eso estaban tan gastadas. No es de extrañar, pues, que la mayor parte de la clientela estuviara formada por jubilados, gente sin prisa. Y tras el mostrador, el padre de Alfredo, serio, espartano, gris como las paredes.
     Alfredo se educó en un buen colegio, destacando por sus buenas notas. Su verdadera pasión era la fotografía, tanto que en su momento llegó a plantear en casa que que quería dedicarse profesionalmente a ello. Esto provocó en su padre sorpresa al principio, una humillante bronca después y por último desató en él la risa ante lo que calificó como una peregrina. A quien se le ocurre jugar con un futuro asegurado cuando el camino al éxito está perfectamente marcado.
   Cinco años de estudio y una afición casi clandestina. Alfredo fue desarrollando un carácter esquivo, una intensa y opaca vida interior que le fue alejando de los demás. Su semblante taciturno reflejaba el desencanto, la tristeza... pero sus padres solo veían en él a un chico muy serio, sí, pero por fin otro farmacéutico en la familia.
    Recuerdo a Alfredo ante la puerta de la desierta farmacia con su bata blanca, los brazos cruzados sobre el pecho y con una mano como afilándose la barbilla, balanceando levemente  el cuerpo adelante y atrás, y esa mirada perdida...con esa pose lo vi muchas veces.
   La familia tenía una casa en las afueras  con jardín, garaje y un pequeño huerto. La habitaban en verano para escapar del calor de la ciudad y algún fin de semana el resto del año. Alfredo se la pidió a sus padres para organizar una fiesta con sus antiguos amigos, los cuales recibieron la invitación con sorpresa y agrado pues hacía tiempo que Alfredo no cultivaba la vida social. Aquella noche hubo comida, baile y risas. Ya era la madrugada cuando despidió cariñosamente a sus invitados, sin escatimar abrazos, agradecido por la asistencia de todos a tan emocionante reunión.
    En unas pocas horas recogió todo, pues había rechazado la  ayuda de sus amigos. Al amanecer tiró la basura y luego se duchó. Se vistió y entró en el garaje cerrando la puerta tras de sí. Entró en el coche y giró la llave para arrancarlo. Suspiró, y sonriendo cerró los ojos, para siempre. Ahora sí que la vida estaba resuelta, del todo.

 9 de junio de 2010


   



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