Cuando llegué a la oficina y me senté en mi puesto, frente al ordenador,
me dí cuenta de que no recordaba la clave de entrada. Al principio sonreí,
—vaya tontería, no—, me dije para mis
adentros, pero al cabo de diez larguísimos minutos intentando en vano entrar en el
sistema empecé a preocuparme. Mis compañeros
miraban furtivamente hacia mi puesto, y empecé a sentirme un poco
avergonzado porque tenía la sensación de que se
notaba que me estaba agobiando.
Abrí el primer cajón y busqué una agenda, convencido de que seguramente
mis claves estarían anotadas en alguna de sus hojas. Había una agenda, en
efecto, pero no la reconocí. En su interior había muchas anotaciones, pero al
pasar las hojas me di cuenta de que mi
propia letra me resultaba ajena.
Levanté la vista a la vez que me acomodaba en mi silla giratoria y
observé que dos de mis compañeros conversaban de espaldas a mí a una distancia
que no me permitía oír lo que decían. Me estremecí cuando de repente se giraron
y miraron con gesto serio en dirección a mi mesa y a la vez negaban con la cabeza. Bajé la vista y simulé estar
tecleando en mi ordenador.
La situación se me estaba haciendo un poco incómoda, así que cogí mi abrigo y bajé a la calle. Al
pasar junto al vigilante jurado me pareció notar sus ojos clavados en mi nuca,
lo cual me inquietó todavía más. Pensé en entrar en la cafetería de siempre
pero la posibilidad de encontrarme allí con algún compañero de trabajo me hizo
desestimar la idea, la verdad es que apenas me relaciono con nadie de la
oficina. Así que me encaminé hacia al parking y cuando estaba cerca del coche
saqué la llave del bolsillo y pulsé el botón para abrirlo. No se abrió, lo
intenté un par de veces más y nada. Luego me puse frente al coche y me fijé en
la matrícula, pero los números y las letras de la placa no me decían nada, ni
me sonaban. Traté de usar la llave directamente y al intentar hacerla girar en
la cerradura se disparó la alarma así que me fui del parking pitando.
Entre la carrera que me pegué y me hizo sudar, y el agobio que tenía, decidí
marcharme a casa. Saqué el teléfono del bolsillo,estaba apagado y con una raja en la pantalla. Lo encendí pero no
recordaba el numero pin, así que al cuarto intento se quedó bloqueado.
Mi oficina estaba cerca del parque del Retiro, decidí cruzarlo dando un
paseo para ver si con un poco de aire fresco mi cabeza se ponía en su sitio. A la altura
de la estatua del Ángel Caído me detuve a descansar y me senté en un banco enfrente.
Una mujer joven con un gorrito de lana gris a juego con unos guantes y
un largo abrigo también gris igual que su bufanda se detuvo frente a mí. No la había visto llegar.
—Hola, qué coincidencia—hizo ademán de darme dos besos que acepté sin
articular palabra.
—Me puedo sentar, supongo
—sí, claro—le contesté con absoluto despiste.
—¿Qué te cuentas?—me dijo poniéndome una mano en la rodilla, gesto de
confianza que juzgué excesivo pero que en realidad no me incomodó.
—Pues nada, aquí tomando el fresco— respondí por decir algo.
—La verdad es que no esperaba volver a verte tan pronto, creí que
aguantarías mucho más que yo— me dijo.
—¿Ah, si?, ¿y eso por qué?—repuse, intentando saber quién era la
desconocida sin delatarme
—No sé, supongo que me parecías muy fuerte—Su afirmación no me daba
pistas, así que cambié de tercio.
—¿Y tú qué haces por aquí?
—Tengo una entrevista
—¿Por aquí cerca?
— Sí, aquí mismo—Esto me despistó
totalmente.
—¿Aquí, en el parque?— Insistí
—Sí, exactamente aquí— respondió borrando la sonrisa de su cara.
De repente sentí un fuerte dolor de cabeza acompañado de un zumbido en
los oídos. Me llevé las manos a las sienes durante unos segundos, tratando de
aliviarme. Cuando las bajé la chica ya no estaba allí, miré hacia todos lados
para ver por dónde se había ido. Levanté la cabeza hacia el Ángel Caído. De
repente empezó a soplar un viento fuerte arrastrando miles de hojas secas, me
subí el cuello del abrigo y me levanté para irme. A mis pies apareció
súbitamente un periódico doblado. Lo cogí y miré la fecha, era de hoy. La
portada estaba presidida por la noticia
de un accidente múltiple en una autopista. La foto, en color, ilustraba
el momento en que los bomberos liberaban a una mujer de entre el amasijo de
hierros en que se había convertido su coche, pero no se distinguía el rostro de
la accidentada. Sí se apreciaba que sobre su abrigo gris había manchas de
sangre y en el asiento de al lado algo que parecía un gorro de lana, también gris.
El coche estaba empotrado contra otro, exactamente igual que el mío,
bueno en realidad era el mío porque reconocí la matrícula. El viento se calmó y
volví a sentarme en el banco. Aunque no me acuerdo de haberla concertado, sé
que tengo una entrevista.
24 de febrero 2011
Muy bueno... Me recordó la película de El sexto sentido...
ResponderEliminarGracias, Marisela. Es un orgullo para mí la comparación de mi relato con la famosa película.
ResponderEliminarUn beso.