miércoles, 28 de mayo de 2014

Amores perros

El perro me lo quedo yo—dijo Luis desde el sillón de orejas, dando la espalda a su mujer.

—Ya veo cuanto te importa él cuando en lugar de llamarlo por su nombre le llamas perro.—le contestó ella desde la puerta del apartamento de paredes vacías.
Pues que sepas que Bren me importa más que tú, eso que te quede claro—subrayó Luis.

Ya, ya me lo has demostrado sobradamente. A Bren nunca lo dejarías montarse a cualquier perra de la calle…

…como he hecho contigo—le interrumpió socarronamente Luis bebiendo un trago de whisky.

Así que reconoces que fue culpa tuya—contestó airadamente Carmen –¿o acaso no fuiste tú quien me arrojó en otros brazos?. Tenemos una vida sexual muy aburrida, decías. Deberíamos conocer a otras personas, probar algo diferente, sentirnos deseados por otros, como echar una guindilla en el guiso, decías. Y ahora resulta que te ha tocado a ti la guindilla entera. No lo viste venir. ¡Qué irónico!, ¿verdad?.

Vete y déjame en paz—respondió Luis profundamente enfadado, a punto de estallar en llanto mientras una primera lágrima le resbalaba bajo las gafas oscuras y se perdía entre el pelo del hermoso labrador que lamía la mano de su amo derrotado.
Ella tocó a tientas la maleta—me voy, Luis—anunció finalmente. –Lucía está abajo con un taxi esperándome.

  Por la noche Luis con mano temblorosa vaciaba el último trago de la botella de whisky.
Ojos que no ven, corazón que no siente…¡mentira!—se lamentó. Bren dormía a sus pies con un ojo abierto y otro cerrado, tan vigilante, tan fiel como siempre.


28 abril 2014

AUSCHWITZ

       Veo junto a su reloj unos números grabados en su piel. Con manos temblorosas el
 encorvado anciano me entrega la sortija en un estuche de  terciopelo. Su mirada azul, dura y profunda me dice que también  lleva tatuado muy adentro y desde hace mucho, un sufrimiento infinito.
     Junto a la caja registradora hay un grueso libro de cantos dorados con una estrella de David en la portada.
     Por la noche sueño  en blanco y negro. Veo al joyero aterrorizado, acosado por tres doberman.
     Me despiertan las sirenas de los bomberos. Suena el teléfono. Es el portero que  me avisa de que  están desalojando el edificio por un escape de gas.  No tengo miedo.


Consulte con su farmacéutico

   --Hola, buenas, mire quería hacerle una pregunta,¿un chimpín* es maquinaria pesada?
La joven farmacéutica tardó un poco en contestar. –Hombre, con ese nombre dudo que pese mucho. Suena a camioncín, a cochecín, a motín… bueno a motín no, eso es otra cosa.

    En el Psiquiátrico de Santiago me enseñaron que todo aquel que lleva una bata blanca representa a la autoridad. Ahora que se supone que estoy cuerdo gracias a mis pastillas, no me siento abandonado. Al contrario, no tengo más que entrar en una farmacia cada vez que necesito una respuesta. Pregunte a su farmacéutico, lo veo en los anuncios de televisión con insistencia.

   Mi primo me ha conseguido trabajo en una obra en Cáceres poniendo ladrillos. Pero a mi lo que me gusta es el chimpín. Me enamoré de él cuando hicieron la ampliación del pabellón de esquizofrénicos. Trabajar con un descapotable, y con ese ruido tan gracioso po, po, po..!

   Esta tarde, me he tomado las pastillas y me he abrevado una cerveza de un trago para bajarlas mejor, estoy emocionado. Allá voy, con mi chimpín y el cielo por montera. Mi primo gesticula desde lo alto del andamio, no puedo oírlo con el po, po, po del motor, seguro que le doy envidia. Voy hacia él a toda máquina. Lo que no sé es de dónde ha salido esa niebla si hace sol, ni tampoco cómo frena esto…

* Chimpín: En Galicia se denomina así a un pequeño dumper de obra usado para transporte de materiales.



22 febrero 2012   

La Entrevista

    Cuando llegué a la oficina y me senté en mi puesto, frente al ordenador, me dí cuenta de que no recordaba la clave de entrada. Al principio sonreí, —vaya  tontería, no—, me dije para mis adentros, pero al cabo de diez larguísimos minutos  intentando en vano entrar en el sistema empecé a preocuparme. Mis compañeros  miraban furtivamente hacia mi puesto, y empecé a sentirme un poco avergonzado porque tenía la sensación de que se  notaba que me estaba agobiando.
    Abrí el primer cajón y busqué una agenda, convencido de que seguramente mis claves estarían anotadas en alguna de sus hojas. Había una agenda, en efecto, pero no la reconocí. En su interior había muchas anotaciones, pero al pasar las hojas me di cuenta de que  mi propia letra me resultaba ajena.
    Levanté la vista a la vez que me acomodaba en mi silla giratoria y observé que dos de mis compañeros conversaban de espaldas a mí a una distancia que no me permitía oír lo que decían. Me estremecí cuando de repente se giraron y miraron con gesto serio en dirección a mi mesa y a la vez negaban con la cabeza. Bajé la vista y simulé estar tecleando en mi ordenador.
     La situación se me estaba haciendo un poco incómoda,  así que cogí mi abrigo y bajé a la calle. Al pasar junto al vigilante jurado me pareció notar sus ojos clavados en mi nuca, lo cual me inquietó todavía más. Pensé en entrar en la cafetería de siempre pero la posibilidad de encontrarme allí con algún compañero de trabajo me hizo desestimar la idea, la verdad es que apenas me relaciono con nadie de la oficina. Así que me encaminé hacia al parking y cuando estaba cerca del coche saqué la llave del bolsillo y pulsé el botón para abrirlo. No se abrió, lo intenté un par de veces más y nada. Luego me puse frente al coche y me fijé en la matrícula, pero los números y las letras de la placa no me decían nada, ni me sonaban. Traté de usar la llave directamente y al intentar hacerla girar en la cerradura se disparó la alarma así que me fui del parking pitando.
    Entre la carrera que me pegué y me hizo sudar, y el agobio que tenía, decidí marcharme a casa. Saqué el teléfono del bolsillo,estaba apagado y con una raja en la pantalla. Lo encendí pero no recordaba el numero pin, así que al cuarto intento se quedó bloqueado.
    Mi oficina estaba cerca del parque del Retiro, decidí cruzarlo dando un paseo para ver si con un poco de aire fresco mi cabeza se ponía en su sitio. A la altura de la estatua del Ángel Caído me detuve a descansar y me senté en un banco enfrente.
    Una mujer joven con un gorrito de lana gris a juego con unos guantes y un largo abrigo también gris igual que su bufanda se detuvo frente a mí. No la había visto llegar.
    —Hola, qué coincidencia—hizo ademán de darme dos besos que acepté sin articular palabra.
    —Me puedo sentar, supongo
    —sí, claro—le contesté con absoluto despiste.
    —¿Qué te cuentas?—me dijo poniéndome una mano en la rodilla, gesto de confianza que juzgué excesivo pero que en realidad no me incomodó.
    —Pues nada, aquí tomando el fresco— respondí por decir algo.
  —La verdad es que no esperaba volver a verte tan pronto, creí que aguantarías mucho más que yo— me dijo.
    —¿Ah, si?, ¿y eso por qué?—repuse, intentando saber quién era la desconocida sin delatarme
    —No sé, supongo que me parecías muy fuerte—Su afirmación no me daba pistas, así que cambié de tercio.
    —¿Y tú qué haces por aquí?
    —Tengo una entrevista
    —¿Por aquí cerca?
   Sí, aquí mismo—Esto me despistó totalmente.
    —¿Aquí, en el parque?— Insistí
    —Sí, exactamente aquí respondió borrando la sonrisa de su cara.
    De repente sentí un fuerte dolor de cabeza acompañado de un zumbido en los oídos. Me llevé las manos a las sienes durante unos segundos, tratando de aliviarme. Cuando las bajé la chica ya no estaba allí, miré hacia todos lados para ver por dónde se había ido. Levanté la cabeza hacia el Ángel Caído. De repente empezó a soplar un viento fuerte arrastrando miles de hojas secas, me subí el cuello del abrigo y me levanté para irme. A mis pies apareció súbitamente un periódico doblado. Lo cogí y miré la fecha, era de hoy. La portada estaba presidida por la noticia  de un accidente múltiple en una autopista. La foto, en color, ilustraba el momento en que los bomberos liberaban a una mujer de entre el amasijo de hierros en que se había convertido su coche, pero no se distinguía el rostro de la accidentada. Sí se apreciaba que sobre su abrigo gris había manchas de sangre y en el asiento de al lado algo que parecía  un gorro de lana, también gris.
    El coche estaba empotrado contra otro, exactamente igual que el mío, bueno en realidad era el mío porque reconocí la matrícula. El viento se calmó y volví a sentarme en el banco. Aunque no me acuerdo de haberla concertado, sé que tengo una entrevista.

  24 de febrero 2011

Rosario

   Coincidí con Rosario en la fuente del antiguo lavadero de la aldea una tarde de principios de noviembre. La noche ya se había apropiado de la tarde, cuando la incredulidad te lleva a mirar el reloj para confirmar que solamente son las seis y media.
  —La vida en la aldea  en el invierno es triste— me dijo, con una mirada que reforzaba el convencimiento de sus palabras.
  —Comienza la temporada de suicidios en los pajares—le contesté, con mi habitual ironía.
   —Ay, sí— me dijo, con una sonrisa que trataba de sujetar, mordiéndose el labio inferior. —El año pasado se mató un vecino nuestro guardia civil con la pistola. Dicen que la estaba limpiando pero…  
      Mantuvimos una corta conversación intrascendental mientras llenábamos las botellas y al terminar enfilamos la cuesta desde la fuente hasta nuestras respectivas casas bajo las descoloridas y desgarradas banderolas de las fiestas del verano, ya tan lejano.
   —Pásate por casa y tomamos un té, anda—le sugerí con sinceridad.
   —No te creas que no me apetece pero ya ves, ahora tengo que preparar la cena de las viejas, que ya sabes que no pueden hacer nada solas  y  poner la lavadora con la ropa de mi hijo que se volvió a enfadar con la mujer y a ver cómo está mi marido, que esta noche la pasó regular—
   —¿Y cómo está tu marido?—elegí preguntarle para no parecer un cotilla si le preguntaba por su hijo y desechando el asunto de las viejas, así llamaba Rosario a su madre y su tía, que eran prácticamente dos vegetales.
   —Pff, no levanta cabeza—, me dijo con gesto triste. –esto va muy lento, ya hace más de un año desde el trasplante de corazón y la cosa aún no funciona como decían los médicos— dijo con gesto de amargura.
   —Dale saludos, y cuídate, que empieza a hacer frío.—

       La vi alejarse  con su habitual caminar erguido y juvenil que tanto contrastaba con las tristezas del otoño, llevándose las garrafas de agua como si estuvieran vacías, pues el peso que Rosario soportaba estoicamente, era una tonelada de  problemas en su entorno más inmediato que caía directamente sobre su espalda. Jamás he conocido a nadie que mereciera tanto unas vacaciones.

       La verdad es que  Rosario siempre tenía una sonrisa, una palabra de ánimo para quien se cruzara con ella. Cada año, en verano, cuando las fiestas, una rondalla recorre las calles de la aldea y  se detienen ante su casa para interpretar un par de temas populares que ella saluda siempre con alegría y gratitud.

    A veces la imagino en sus escasos momentos de soledad pensando, recordando lo diferente que es su vida desde aquéllos tiempos en que de moza trabajaba desplumando pollos para la cooperativa. Rosario volvía a casa con las manos destrozadas, un poco de dinero en el bolsillo y unas escasas expectativas de mejorar en la vida mientras la rutina toma las riendas y decide por uno.

     Rosario con  su flamante marido entonces, tomó el camino de la emigración como tantos en aquélla época y los siguientes quince años los pasó trabajando de sol a sol con dos trabajos en Suiza. 

    Volvió con dinero, un hijo a punto de entrar en la adolescencia y una maleta cargada de ilusiones que apuntaban directamente a una casa nueva en la aldea con un jardín lleno de flores, un huerto, y un corral con gallinas. Todo se cumplió en lo material pero poco a poco el sueño se iba escurriendo como el agua en un cesto. Las viejas necesitaban cada vez más atención de Rosario. El débil corazón de su marido amenazaba con pararse, el hijo daba tumbos de trabajo en trabajo… Muchas renuncias, demasiadas, adiós al huerto del que ya no se podía ocupar, el teléfono de urgencias sanitarias grabado a fuego en su cerebro, cuanta paciencia, cuanta dedicación a los otros, demasiado peso concentrado en un mismo pilar un año y otro año y las viejas cada vez más viejas, y el corazón de su marido cada vez más débil.

    Cuántas veces la ambulancia a la puerta de su casa nos hacía temer los desenlaces lógicos, el tocar tierra definitivamente cuando la naturaleza rompe el fino y cada vez más desgastado hilo que nos une a la vida y expone a los seres a una inevitable caída libre, la muerte rondando cada vez con más asiduidad pero nunca la suficiente como para acostumbrarnos a su presencia. Falsas alarmas… casi siempre.

    Una mañana de primavera, como siempre, me despertó el trino de los pájaros en el jardín. Abrí la ventana y  como tantas veces, había una ambulancia frente a la casa de Rosario. Esta vez, los sanitarios entraban y salían casi en silencio, caminando con lentitud. Oí a uno de ellos hablar por teléfono explicando a alguien que no había nada qué hacer, que el corazón no había aguantado.

   –Aquí ya sólo falta que vengan los de la funeraria—dijo.

     Acudieron al entierro cientos de personas provenientes de aldeas aledañas, mi mujer y yo seguimos a la comitiva hasta el cementerio,  y cuando todo acabó,  dejamos un ramito sobre la lapida, aún sin inscripción, sin duda una losa mucho  menos pesada que la pobre Rosario soportó en vida.



   23 de febrero 2011

Como caído del cielo

    Genaro regresó a casa una tarde más con la chaqueta de su traje azul oscuro en la mano y la corbata negra torcida y aflojada sobre su camisa blanca de manga corta. Alrededor de su cabeza pelada y rojiza se perlaban las gotas de sudor. Entró en el portal dejando de lado el ascensor, pues su casa era el bajo de un edificio de seis pisos en un barrio obrero. Saludó con pocas ganas a su mujer, el cansancio y el calor hacían denso el aire.

­—¿Cómo ha ido el día? — preguntó ella mientras trituraba el gazpacho con la minipimer.

—Bien, hemos empaquetado a tres— contestó desde la habitación mientras  se desvestía

—¿Eran jóvenes?

—Dos viejas y un yonki, entre los tres no pesaban lo que un tío normal, así que no me he deslomado mucho

—Ha venido mi hermano a cenar, está en el patio

—Cagondiós, ese sí que no se deslomará, no

     Genaro en pantalón corto y camiseta imperio descolorida apartó las ruidosas ristras de plástico de la puerta que separaba la vivienda del patio interior. Miró hacia arriba brevemente, y vio las sábanas de los vecinos colgando de los tendales de los pisos y más arriba el cuadrado enmarcando el cielo oscuro del verano

—Hombre, cuñao, ¡qué pasa!— saludó Paco sonriendo y  plegando el Marca mientras  bajaba los pies de la silla que tenía enfrente. —¿Qué tal día has tenido?

—-No tan interesante como el tuyo seguro, no hay más que verte
  
   La mujer de Genaro llamó a gritos a Paco para que le ayudara a poner la mesa, cuando ese acudió a la llamada Genaro cogió el Marca. —tráeme una cerveza de paso— ordenó a Paco —así haces algo útil, coño, que debes tener los cojones en carne viva de tanto tocártelos— añadió por lo bajini a sabiendas de que no le escuchaba.

    Un rato después la mesa estaba puesta, y Sara comenzó a servir el gazpacho mientras Paco removía la sangría con una cuchara larga de madera.

—Ha vuelto la chica del sexto—dijo Sara

—¿La gorda zumbada?— contestó Genaro

—No la llames así, pobre, bastante tiene con lo suyo

—¿Esa es la que se quiso suicidar con las pastillas, ¿no?— intervino Paco

—¿Qué es eso de quererse suicidar?, el que se quiere morir de verdad no lo intenta, lo consigue a la primera y punto y lo demás son montajes para llamar la atención, y ¿sabes por qué? porque no hay cojones de hacerlo ¡esa es la puta verdad!. Morirse es muy fácil, te lo digo yo que trabajo el género desde hace tres años- replicó Genaro. Prosiguió, —Lo que pasa es que la gente es muy floja, joder, hay que echarle cojones a las cosas, mírame a mí—, decía palmeándose violentamente el pecho, —cuando cerró al fábrica de muebles me busqué la vida y encontré trabajo en la funeraria, tenía que sacar una familia adelante así que nada de remilgos, ¡si se quiere salir adelante se sale y se acabó!— terminó la frase con la mirada clavada en Paco que se dio totalmente por aludido y solo ante el peligro pues Sara había ido a la cocina a buscar los macarrones con tomate del segundo plato.

    Sara regresó dejando la bandeja sobra la mesa, y miró hacia arriba. Había luz en la ventana del baño del sexto que estaba abierta —Oye, cálmate un poquito, Genaro, que se oye todo—
—¿Que me calme?— Genaro estaba más encolerizado cada vez y golpeaba con sus enormes manos la mesa.— ¡Estoy hasta los huevos de vagos y cobardes!, ¡hay que tirarse a la piscina,  cojones, hay que tirarse ..!—
  
    De pronto la mesa se partió con un espantoso estruendo, como una bomba y saltaron violentamente por los aires el gazpacho, la sangría, los macarrones salpicándolo todo. Al mismo tiempo, Paco, con los ojos cerrados sintió además un manotazo seco y brutal  en la cabeza. Abrió los ojos, y con la visión borrosa apartó la mano que todavía tenía sobre la cabeza y al levantarse se dio cuenta de que no era la de Genaro.

    Genaro tenía la cabeza baja, la barbilla hundida en el esternón, estaba inmóvil, y en el lugar donde estaba la mesa yacía  tendido el cuerpo de una mujer gorda y desnuda boca abajo.

   Toda la escena estaba cubierta de rojo: el suelo, las paredes los cuerpos de los vivos y de los dos muertos, sangre, sangría, tomate… cuando llegó la policía la cosa se complicó, dos pipiolos recién salidos de la academia  a la vista de la escena vomitaban con violencia hasta la primera papilla, el forense resbaló sobre todas las emulsiones y acabó vomitando también. Sara seguía en el suelo inconsciente y completamente salpicada.

   Al día siguiente, en el tanatorio entre los pésames Paco, vestido con el traje y la corbata negra de Genaro recibió el de Don Gaspar, el dueño de la funeraria,  visiblemente afectado.
—Genaro era un trabajador estupendo y una gran persona, si necesitáis cualquier cosa ya sabéis…

   Esa noche Paco fue incapaz de conciliar el sueño. Por su mente pasaban una y otra vez las imágenes de los terribles sucesos que acababa de vivir, las palabras de Genaro: hay que echarle cojones, hay que salir adelante, hay que tirarse a la piscina, tirarse, tirarse… y la siguiente imagen era la de Genaro con el cuello roto y la cabeza hundida en el pecho y una gorda desnuda y todo rojo alrededor.

  Al día siguiente Paco llamó a Don Gaspar. Pasaron varios meses, un trasiego de hombres se cruzaban en las escaleras cargados de enseres. Sara dirigía las operaciones de la mudanza. Paco miraba el horizonte desde la terraza de su nueva casa. Uno de los mozos de la mudanza se le acercó, era un viejo conocido de Paco.
—Vaya casa, tío, te ha venido de puta madre este trabajo— Paco no se giró, miró una nube con forma de escultura de Botero y contestó:
— Ya te digo, tío, como caído del cielo.


     11 junio 2010

martes, 27 de mayo de 2014

El farmacéutico impostado o la vida resuelta

   Desde pequeño, Alfredo tenía escrito su destino. Hijo único de un farmacéutico con farmacia, que a su vez era hijo de otro farmacéutico con farmacia. En este país quien tiene una botica tiene un tesoro, pues todo el mundo sabe que en general poseer un establecimiento de estos es tener dinero y prestigio social para siempre y por varias generaciones.
    La farmacia  de Alfredo padre, estaba en una céntrica esquina de la ciudad. No era una de esas farmacias con solera. En sus estantes no se exhibían tarros de porcelana rotulados con el nombre de las especialidades, no había cristaleras de colores con dibujos plomeados de la serpiente abrazando el cáliz que resultan tan hermosas y decimonónicas. Tampoco era una de esas farmacias modernas de puertas automáticas, pantallas planas con mensajes publicitarios y brillos de acero inoxidable en mostradores y estantes repletos de coloridos productos cosméticos y un letrero luminoso a base de leds que dan la temperatura cada diez segundos.
    La de Alfredo era una farmacia gris, literalmente gris. En su puerta de hierro pintada de gris había un letrero con el nombre del licenciado y nada más. Ni siquiera un letrero luminoso, tan útil para quienes buscan en la urgencia de la noche  alivio a su dolor. Era esta una farmacia de estética franquista. La última reforma debió hacerse a principios de los años sesenta. Un par de sillas de escay rojo desgastado, una báscula romana, unos tubos fluorescentes que iluminaban con mortecina luz las pocas existencias que estaban a la vista. Casi parecía una farmacia de posguerra. Era frecuente que los clientes con receta esperasen un rato hasta que un mozo le trajera de la calle los medicamentos, por eso tenían las sillas, por eso estaban tan gastadas. No es de extrañar, pues, que la mayor parte de la clientela estuviara formada por jubilados, gente sin prisa. Y tras el mostrador, el padre de Alfredo, serio, espartano, gris como las paredes.
     Alfredo se educó en un buen colegio, destacando por sus buenas notas. Su verdadera pasión era la fotografía, tanto que en su momento llegó a plantear en casa que que quería dedicarse profesionalmente a ello. Esto provocó en su padre sorpresa al principio, una humillante bronca después y por último desató en él la risa ante lo que calificó como una peregrina. A quien se le ocurre jugar con un futuro asegurado cuando el camino al éxito está perfectamente marcado.
   Cinco años de estudio y una afición casi clandestina. Alfredo fue desarrollando un carácter esquivo, una intensa y opaca vida interior que le fue alejando de los demás. Su semblante taciturno reflejaba el desencanto, la tristeza... pero sus padres solo veían en él a un chico muy serio, sí, pero por fin otro farmacéutico en la familia.
    Recuerdo a Alfredo ante la puerta de la desierta farmacia con su bata blanca, los brazos cruzados sobre el pecho y con una mano como afilándose la barbilla, balanceando levemente  el cuerpo adelante y atrás, y esa mirada perdida...con esa pose lo vi muchas veces.
   La familia tenía una casa en las afueras  con jardín, garaje y un pequeño huerto. La habitaban en verano para escapar del calor de la ciudad y algún fin de semana el resto del año. Alfredo se la pidió a sus padres para organizar una fiesta con sus antiguos amigos, los cuales recibieron la invitación con sorpresa y agrado pues hacía tiempo que Alfredo no cultivaba la vida social. Aquella noche hubo comida, baile y risas. Ya era la madrugada cuando despidió cariñosamente a sus invitados, sin escatimar abrazos, agradecido por la asistencia de todos a tan emocionante reunión.
    En unas pocas horas recogió todo, pues había rechazado la  ayuda de sus amigos. Al amanecer tiró la basura y luego se duchó. Se vistió y entró en el garaje cerrando la puerta tras de sí. Entró en el coche y giró la llave para arrancarlo. Suspiró, y sonriendo cerró los ojos, para siempre. Ahora sí que la vida estaba resuelta, del todo.

 9 de junio de 2010


   



Hijos de un dios bromista


Hijos de un dios bromista es una colección de historias breves en cuanto a su extensión, pero intensas en su contenido, tanto que invitan a revisitarlas para que el lector, que forma parte activa en las mismas pueda saborearlos en todos sus matices.
La idea de que somos los hijos de un dios bromista surge de la inútil (estéril) reflexión sobre los designios de un Ser Superior que en ocasiones se muestra caprichoso y juguetón con las vidas de los humanos como si quisiera hacer una broma de nuestra existencia